Anoche soñé que volvía al Cinema Ermua

 

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El viejo Cinema Ermua, lo que es hoy en día el Ermua Antzokia

Viví los tumultuosos ochenta en la localidad vasca de Ermua, siempre entre el ruido del timbre de cambio de turno en las fábricas, el óxido que empañaba lugares cercanos, muchos días de lluvia, inviernos con preciosas nevadas y un gran contacto con la naturaleza que nos rodeaba.

 Era un lugar lleno de familias venidas de toda España a trabajar en la industria. Parejas que empezaron a tener allí a sus hijos. Las plazas hervían de niños alborotados y continuamente reclamados por sus madres para una merienda que no conseguían acabar. Se iba andando a todos los sitios y se veía pasar el tren. Las navidades, los carnavales y las fiestas eran un torrente de gente disfrutando en las calles.
Pero en mis primeros años en ese vibrante lugar siempre hubo un momento al año que era especial: el día en que el Sacerdote más anciano de la parroquia de Santiago, Don Teodoro, celebraba su cumpleaños invitando al cine a todos los niños. Gracias a este magno acontecimiento, disfruté de la primera película que recuerdo haber visto El corcel negro, pero también de otras cosas muy de la época: la tercera parte de Superman, Star Trek II: La ira de Khan, que, al tiempo que me descubría la teletransportación, me dejaba traumatizada con aquella escena en la que introducían cierto bicho en el oído de un pobre sufridor.
El Cinema Ermua (imaginación al poder) era el lugar donde todo sucedía, un viejo teatro que te recibía con ese olor a tapicería vieja y ambientador barato. Esa mezcla de oscuridad y efluvios varios provocó en mí un sentimiento de amor-odio hacia ese enclave. La experiencia era fantástica, pero ese aire decadente me hacía ansiar estar siempre cerca de la puerta de salida. ¿Demasiados miedos infantiles? Posiblemente, pero el caso es que, a pesar de los pesares, fui en variadas ocasiones a ver cintas como La historia interminable, que recuerdo especialmente, o Spaceballs y alguna que otra cosa del mismo extraño pelaje.
Años después, cuando regresé a la localidad, además de comprobar que era un lugar más abarcable de lo que mi imaginación infantil recordaba (preciosas constataciones éstas), una de mis mayores ilusiones fue acercarme a ese cine, ya cerrado. Saqué una foto en blanco y negro que conservo con cariño (la que se puede ver a la derecha), ya que se convirtió en un templo llenó de recuerdos. Un lugar destinado a dejar de existir. A ser demolido.
Pero no fue así. Hace poco descubrí que su aspecto había cambiado radicalmente. Sonreí ante tal resurrección: el Cinema Ermua no solo no desaparecía, sino que además mantenía su misma esencia teatral-fílmica.
Si vuelvo allí, intentaré ir a ver una película y revivir antiguas sensaciones. Estaré perdida entre las butacas habiendo olvidado definitivamente dónde está la puerta de salida.»
Articulo original en: La hija del acomodador.com

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